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Un día de hace muchos años, el dueño y cocinero del restaurante Osea —hoy cerrado permanentemente– me dijo que el frisol cargamanto era el más consumido en Antioquia porque décadas atrás se sembraba para alimentar marranos, los marranos se multiplicaron tanto que los campesinos arrasaron con cualquier otro cultivo y dejaron para sus comidas ese grano grande, a veces rojo, a veces blanco, como única posibilidad. Gran historia, aunque inverificable. Días después, un periodista ya viejo me dijo que había conocido un laboratorio repleto de frisoles distintos, de colores preciosos, pero que no recordaba mucho más. Me demoré, pero encontré el laboratorio en Palmira, Valle del Cauca. Aquí estoy parado frente a una pared donde se exponen algunos frisoles: hay unos más pequeños que lentejas, hay unos negros con pintas blancas y aplanados como un insecto primigenio y una mujer dice que hay 83 especies y 38.000 variedades. Hago un recuento de lo que conozco por orden de sabor: lima, radical, sangre e’ toro, bola roja, blanquillo, cargamanto. Tanta dicha ignorada hasta ahora.
A las 11 de la mañana el Centro Internacional de Agricultura Tropical (CIAT), que tiene más de cincuenta años de existencia, parece un escenario de The Walking Dead: no hay nadie muy cerca, solo los porteros que piden credenciales, invitaciones, cédulas, equipos electrónicos y cualquier seña, como si adentro no hubiera la colección más grande de semillas de frisoles, forrajes y yucas del mundo, sino los secretos del Pentágono. Bueno, también es un tesoro. Es un banco de semillas donde, por ejemplo, se resguardan ocho tipos de frisoles que crecen en Ucrania y que podrían desaparecer por la guerra y cuyo back up está acá, en esta tierra caliente. Unos hombres se ven a lo lejos: riegan matas.
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Después de los controles, el CIAT se abre ante el visitante con una calle de dos carriles muy parecida a la entrada de la Universidad Nacional en Medellín; el Centro es muy similar a un campus: tiene grandes bloques de dos pisos, la arquitectura es la de una quinta valluna, de gran casona con arcos y patio central para que el viento entre por los recodos y agite las lagartijas que corren por las paredes. En el margen izquierdo de la entrada hay un edificio moderno, como sacado de una película de Marvel: el techo tiene columnas y vigas amarillas, y entre los paneles plateados se abren trazas de madera que forman un tenedor de muchos dientes, doblados como olas. El diseño futurista es del arquitecto Alejandro Echeverri, el mismo del Parque Explora. Las oficinas son translúcidas, tienen paredes de vidrio y frases inspiradoras anotadas en sombra difusa. En los pasillos abiertos por donde corre el aire hay una exposición con algunas variedades de frisoles, dejan ver que el pequeño grano, la leguminosa, se ha encontrado desde Nueva York hasta Argentina; pienso que es otro elemento más que los americanos tenemos en común: el maíz, la cumbia, el jaguar, la coca, el frisol.
En este punto debo hacer una claridad. Ni fríjoles ni frísoles ni frijoles: frisoles. Palabra grave, que rima con gracia, y que en todo Antioquia se pronunció de tal manera hasta los años ochenta, luego devino en el común latinoamericano con jota. Pero volvamos: este gran edificio amarillo valió 17 millones de dólares, la misma cantidad de dinero que donó hace un par de años el multimillonario Jeff Bezos, dueño de Amazon y del Washington Post. Aquí se guarda uno de los últimos tesoros del mundo: es la colección más grande de frisoles, yuca y forrajes (pastos), un proyecto que hace parte de la Bóveda del Fin del Mundo, un gran banco ubicado en el Polo Norte y que resguarda nuestra memoria alimenticia, allí están todas las semillas que el hombre ha domesticado en los últimos diez mil años. El fin es un poco siniestro: tener una reserva por si ocurre un gran desastre, por si nos llega el apocalipsis y perdemos alimentos. Aquí, en el CIAT, se resguardaron semillas de Siria y Ruanda que se perdieron tras las guerras. El ser humano siempre necesita un plan b, un fusible de repuesto, porque sabemos arruinar el futuro.
Además de funcionar como back up del mundo por si nos cae encima el fin, en el CIAT se estudian las características de las semillas y su adaptabilidad a los cambios del clima, las tierras y las plagas. Pongamos un ejemplo: si en Cundinamarca ya no crece la yuca por el aumento de las temperaturas de los últimos años, en el CIAT buscarán una variedad que se pueda adaptar a las nuevas condiciones, o hacen una modificación genética para que las comunidades no se pierdan de ese alimento. No exageran los científicos cuando dicen que allí hay una parte de la seguridad alimentaria del planeta.
Detrás del descubrimiento de los frisoles hay un hombre, belga, botánico, obseso. Se llama Daniel Debouk y fue durante años el director del Programa de Recursos Genéticos del CIAT, hoy Alianza Bioversity-CIAT, programa que sirve de sombrilla para el banco de semillas. Debouk se jubiló hace unos años, pero nunca dejó de venir a la oficina, así que lo declararon científico emérito. Aún hoy sigue siendo la cara del proyecto y sus colegas lo ven como si fuera el dalái lama: con respeto y cariño. Es un hombre de casi un metro con noventa centímetros, con el pelo al rape y las facciones bien marcadas. Tiene un humor radiante, cuando le digo que repita lo que me acaba de decir para que quede grabado dice: “Cómo así, perdí todo mi tiempo”, y suelta una risa generosa, complacida. Cuando se le pregunta si él es el frisolero mayor, el gran sabio, dice: “No, somos un equipo, somos grandes colegas”.
Debouk llegó a Cali en 1978 con el fin de investigar el frisol y rápidamente se dio cuenta de que no había mucho, que era una riqueza inexplorada. Empezó a buscar en libros de botánica, en las bitácoras de expedicionarios que nombraron y describieron hace siglos. Recorrió el continente buscando pistas, de esa manera se daba cuenta cuáles de las descripciones coincidían —o no— con los granos que ya tenía en reserva y, según las coordenadas, iba a buscar el rastro. La última vez fue tras las huellas de un frisol extraño, pero se encontró con que el lugar donde había una chacra hace doscientos años, ahora había una estación del metro de Ciudad de México; recorrió varios kilómetros a la redonda hasta que lo halló. Otra vez en Costa Rica no logró su misión porque el carro en el que iba se enterró en un fango tenaz, regresó un año después por un camino más largo y logró el cometido. Está lleno de historias.
—Todos sabemos que los frijoles son muy duros y que necesitan mucho tiempo de cocción. Pues resulta que las sociedades indígenas de una zona del Perú y de Bolivia tenían un tipo de frijol que se ablandaba fácilmente sobre una plancha caliente. Es probable que usaran una piedra plana y ahí lo cocinaran. Hoy podemos usar ese frijol, por ejemplo, en Bogotá, cuando ven los partidos los domingos, puede ser un muy buen pasabocas.
Debouk no lo dice, pero fue él quien rescató ese frisol hace unos treinta años y parece que desde entonces trata de convencer a todos de que sería un gran pasabocas. Le llama frijol reventón o ñuña; luego me explicarán por chat que es una especie originaria de los Andes centrales, “sus granos presentan alto contenido de proteínas y es consumida tostada”. Este frisol es blanco con negro, parece una vaca holstein en grano. Lo calentamos en un microondas, sabe un poco a maní, un poco a haba, un poco a tierra. Podría pasar fácilmente como un fruto seco.
Hay mitos de Debouk: que come poco, que es fanático a las chocolatinas, que come frisoles una vez a la semana, que siempre fue el último en irse de la oficina. Camina rápido por el bloque amarillo, el cual quieren convertir en una especie de museo interactivo. Se saca un dato del bolsillo.
—Sí, el frijol es americano. Imagínese que Colón llegó a América en 1492 y en Francia hay registro de frijoles en la comida en 1504, eso hace al frijol más rápido que el internet.
—Es decir que el frisol es pesado pero veloz...
Debouk se ríe.
En el Centro hay un entusiasmo que no logra aplacar el calor de Palmira. Después de Debouk hablo con el actual líder del Programa de Recursos Genéticos, se llama Peter Wenzl, y con la Gerente de Operaciones del Banco de Germoplasma en la Alianza de Bioversity International y el CIAT, Marcela Santaella. Él es austriaco y ella colombiana. Ambos están de muy buen humor.
—El banco de semillas es muy importante, aunque no sea un banco de plata o de oro, es más importante porque nos permite salvaguardar la biodiversidad, que es el fundamento de la seguridad alimenticia, de lo que comemos día a día. Aquí estamos conservando en este caso las colecciones globales más grandes de frijol, yuca y forrajes tropicales. Básicamente, los últimos diez mil años la humedad ha domesticado diferentes cultivos y el banco está guardando la herencia genética de esos cultivos; en los últimos 50 años más o menos ha habido muchas expediciones para colectar esta biodiversidad, porque estos cultivos ya no existen en muchos lugares porque han sido reemplazadps por variedades modernas. Esa diversidad es el fundamento para poder seguir adaptando la agricultura al cambio climático, porque entre estas variedades hay algunas que están por ejemplo muy resistentes al calor o a la sequía, entonces es como un seguro genético para la alimentación de la humanidad —dice Peter.
—Complemento con cómo funciona un banco: colectamos y recibimos las semillas, pero nuestra labor es mantenerlas vivas, multiplicar esa semilla, caracterizarlas, saber cuáles son sus bondades y todo eso va sumando para que sean fuentes de solución para nuevos problemas —dice Marcela.
—El verdadero trabajo es cuidarlas... —digo.
—En total tenemos más o menos 67.000 diferentes tipos de semillas, la yuca no se conserva como semillas, sino que se conserva como plantículas en tubos de ensayo que cada año o cada dos años hay que renovar, es mucho trabajo manual el que conlleva mantener la colección viva; en los casos de forrajes tropicales y el frijol se guardan como semillas tradicionales en cuartos fríos, pero tampoco duran para siempre, cada 30 a 50 años hay que sacar las bolsas de semillas al campo para volver a producir más —dice Marcela.
—Otro asunto es que tenemos que asegurarnos de que las semillas están completamente libres de patógenos, entonces a cada lote de semilla que entra del campo se le hacen pruebas, como pruebas COVID, para detectar en cada lote de semillas 40 diferentes patógenos posibles, si encontramos uno se rechaza todo el lote y se vuelve a producir.
Con Marcela recorremos las grandes bodegas donde reposan las semillas y que están en unas temperaturas entre -5 y -20 grados centígrados. Los frisoles reposan en tarros blancos marcados con el nombre científico de cada semilla. Una mujer entra y sale, lleva el grano desde unas básculas. Marcela nos explica todo el mecanismo con gran generosidad. Los trabajos más importantes, los que valen sin interés por el cuidado de la humanidad, ocurren en silencio.